De cómo funcionan las luces intermitentes
Episodio del día 16 de Julio de 2020
Palabras por Daniela
Alejandra Galeano Camacho
—Buenas,
¿tiene luces intermitentes? -dijo Marcelo recostando los codos en el mostrador
de la miscelánea junto a su edificio.
No
había nadie al otro lado de la caja registradora. Marcelo había hablado en voz
lo suficientemente alta como para que la dueña, que probablemente estaba detrás
de los estantes de chucherías, lo escuchara.
—¿Luces
como las de navidad? -preguntó una voz brillante que parecía venir de abajo.
Marcelo
volteó la mirada intentando ver al otro lado de los estantes bajos del
mostrador. Descubrió que la voz venía de una chiquilla sentada en un taburete
junto a la caja; los tubos de escarcha, los lápices a por mayor y los muchos y
coloridos esmaltes de marcas desconocidas la escondían. Aún así, el brillo de
una niña es inconfundible.
—No
son de navidad las que busco, pero sí, esas que prenden y apagan.
—Creo
que sí vecino -dijo la niña con voz un poco exasperada. Dejó a un lado la
consola de juegos y fue detrás de los estantes con una expresión intermedia
entre pereza y fastidio. Volvió después de unos cuantos minutos con una pila de
cajas que traspasaban su cabeza.
—Vea,
tengo de colores, sólo azules, sólo amarillas, verde y rojo, blancas…
—Deme
esas por favor -dijo Marcelo interrumpiéndola.
—Son
diez mil, vecino.
Marcelo
entregó el billete a la niña y se quedó un momento mirando la caja de luces
mientras ella apilaba las otras cajas, las ponía a un lado y se disponía a
tomar asiento para continuar con su juego.
—¿Puede
probarlas por favor?
La
niña le lanzó nuevamente una mirada exasperada y esta vez no se preocupó en no hacer
muy evidente su fastidio. Con una mano alzó la caja de luces, y cuando
comenzaba a alejarse para entrar en lo que parecía una habitación continua al
almacén, Marcelo interrumpió.
—¿No
puede probarlas en frente mío?
—No
hay donde conectarlas ahí -soltó la niña sin siquiera una pizca de delicadeza.
—Bueno,
no se moleste, será llevármelas así.
Mientras
subía las escaleras Marcelo pensaba en las luces que acababa de comprar. Ojalá
estás sí sirvan; estaba seguro de que las últimas sesenta cajas que había
comprado en diferentes tiendas habían salido defectuosas. Apenas las compra,
las conecta a una toma de corriente y todo parece andar bien, las luces prenden
y apagan; pero luego de un tiempo se quedan fijas, Marcelo se desespera con
tanta luz, las desconecta y lleno de ira no vuelve a conectarlas nunca más. Que
desperdicio.
Cuando
llegó a la sexta planta del edificio dobló a la derecha y caminó hasta el
fondo. Puso la llave en la cerradura, abrió la puerta y entró. Desde la muerte
de Juliana su apartamento era un verdadero basurero; además de cajas de luces,
llegaban a parar a su piso mujeres interesadas, deseosas de una probada de la
fortuna que Marcelo tenía en el banco, hombres con portafolios llenos de
papeles de esos que destruyen vidas, abogados y cobradores que llegaban a
posarse en su vida como moscas en la fruta podrida.
Con
el tiempo, Marcelo se había acostumbrado a ser de paso. Era muy
observador y había descubierto, al mismo tiempo que su apasionado gusto por las
luces intermitentes, que las personas tenían brillos diferentes. Las mujeres de
una noche tenían luz azul, los hombres de los bancos y los abogados tenían una
insoportable luz de esas que ponen en los consultorios médicos, los niños en la
calle tenían su propia luz, así como la niña con expresión de fastidio que lo
había atendido en la miscelánea. Todas las personas iban y venían, ninguna se
quedaba. Era casi obvia la razón por la que, tras dos meses de la repentina
muerte de Juliana, Marcelo había cambiado todas las luces del apartamento por
bombillos intermitentes y no dejaba de comprar extensiones de este mismo tipo.
Después
de quitarse el abrigo y los zapatos, abrió las luces que acababa de comprar y
tiro la caja al piso. Sacó la extensión, se sentó junto a la toma de corriente
y las conectó.
—¡Diablos!
En
efecto y tal y como había sido con las anteriores, las luces funcionaron por un
momento; Marcelo alcanzó a ilusionarse porque este momento de victoria fue más
largo que con todas las demás que había comprado antes. Aun así, luego estas
también sucumbieron a la tentación de la luz constante.
—¡Además
son rojas! Maldita niña -dijo desconectando violentamente las luces y tairándolas
a un lado junto a todas las demás extensiones que peculiarmente decoraban el
piso.
Al
cabo de una semana Marcelo volvió a la miscelánea, pero no precisamente a
reclamar por las luces que había comprado antes sino a “darle otra oportunidad
al asunto”; tal y como se decía a sí mismo cada vez que iba en busca de una
nueva caja de luces.
—Buenas,
¿tiene luces intermitentes? -dijo con una voz mucho más baja que la vez
anterior, esperando encontrar nuevamente a la niña en el taburete al otro lado
del mostrador. Pero no fue así; nadie respondió al saludo y Marcelo intentó
nuevamente casi gritando.
—Buenas,
¿que si tiene luces intermitentes?
Parado
casi en puntillas, intentado ver a través de los estantes, Marcelo comenzó a
pensar que quizá era una señal. Las luces que compraría allí tal vez volverían
a salir defectuosas. Pero antes de decidir por completo dar vuelta e irse,
alguien más entró en la tienda e iluminó el lugar de una forma que Marcelo
nunca había visto antes.
—Buenos
días doña Constanza, aquí le traigo el pedido -dijo una mujer baja de cabello
castaño oscuro mientras luchaba por no dejar caer las cajas de luces que traía
apiladas.
—Buenos
días -saludó Marcelo, aunque no se ofreció a ayudarle. Que se fueran al
infierno esas condenadas cajas de luces intermitentes.
—¡Ah!
Hola -dijo la mujer girando un poco para lograr ver a Marcelo- ¿sabes si está
doña Constanza?
—Creo
que no hay nadie.
—¿Me
ayudas? -pidió con voz sofocada la mujer con las cajas. Sin embargo, Marcelo se
tomó su tiempo en reaccionar y en esos contados segundos las cajas se
deslizaron y cayeron al suelo.
—Ya
que, se merecían un buen golpe las inútiles -dijo la mujer sin perder el tono
de entusiasmo en su voz.
Repentinamente
esta mujer de brillo diferente le simpatizó a Marcelo, concordaba con ella en eso
de que las luces se merecían el buen golpazo. Seguro eran todas bien
defectuosas.
—No
le digas a la doña, pero estas luces no son de muy buena calidad, en realidad
no he podido encontrar en toda mi vida unas buenas luces intermitentes -dijo la
mujer.
Se
sonrieron con los ojos y por primera vez desde hace mucho tiempo Marcelo no
sintió que su vida iba en cámara lenta. Las cosas esa tarde pasaron muy rápido
y la mujer de las cajas terminó junto a él en el sofá de su sala. A la mitad de
lo que parecía una velada de copas, las luces del apartamento se pagaron por
completo, pero junto a las brillantes caricias de la noche Marcelo sintió que
veía más claro de lo que había visto en toda su vida. A la mañana siguiente la
mujer de las cajas ya no estaba y Marcelo percibía que algo había cambiado en
él.
¿Cómo
era su propia luz? Nunca se lo había preguntado y de repente esa mañana no
podía dejar de cuestionárselo. ¿Era eso lo que había cambiado esa noche?
Imposible saberlo con certeza. Lo que sí sabía era que había despertado horas
antes en la madrugada, cuando ella ya no estaba, y se había percatado de que el
apartamento estaba lleno de las extensiones de luces intermitentes que había
comprado. Las luces intermitentes funcionaban finalmente.
Palabras por Julie Guardo Quintero
Y
se encendió, como ya lo había hecho las últimas veinte veces. Y no se cansaba,
seguía encendiéndose y apagándose sin parar, sin vacilar y con decisión. Veintiuno.
Aunque no sé qué lo impulsaba, estaba seguro debía ser alguna de esas nuevas
corrientes. Veintidós. De esas que quieren cambiar todo tal cual está, de esas
alborotadas corrientes que, aunque crean tener energía, están dañadas.
Veintitrés. No funcionan sino para dar impulso (vago impulso) a luces
intermitentes. Veinticuatro. ¿Y de qué sirve una luz intermitente? No sirve al
día, no sirve a la noche, no aporta a la luz, ni tampoco a la oscuridad.
Veinticinco. Enceguecen. No dejan ver lo que debe ser visto. Marean.
Veintiséis. Y así estaba yo, casi ciego, mareado observando estas luces
intermitentes en mi habitación. Veintisiete. He visto a una mosca llegar varias
veces atraída por la luz; cuando la luz se apaga, la mosca se va. Viene y va,
viene y va. Veintiocho. Veo las sombras de cada mueble. La puerta formidable
como siempre, la cama abarcadora, frágil y relajada, el escritorio tratando de
mantener el equilibrio, la biblioteca irguiéndose por sobre toda la habitación.
Veintinueve. Siento que mi campo de visión es realmente pobre. Siento que estoy
viendo fragmentos de la realidad, como si estuviese perdiendo segundos de
tiempo y de espacio cada vez que cierro los ojos. Treinta. Listo, he acabado.
Treinta parpadeos seguidos. Definitivamente nunca más volveré a hacer esto.