El Voyeur
Esta es la breve historia de dos poetas errantes, acompañados únicamente por un maletín negro charol, brillado con la cautela de una madre que confía, pero en cuyo brillo se alcanza a ver el reflejo de un padre decepcionado ante su hijo poeta. Santiago y Jesús caminaban por las calles de su amada Bogotá con su maletín negro, con un parlante, su único instrumento musical; ese que les brindaba la atmósfera que tanto adoraban experimentar mientras declamaban poesía al aire. Ese parlante amplificaba sus voces para que toda Bogotá los pudiese escuchar; paradójicamente aún con su parlante, solo dos personas no habían logrado escucharlos: sus respectivos padres; dos hombres maduros, ambos corredores de bolsa, pensando en las acciones y cómo aumentar el valor de sus clientes, no lograron, ni en 29 años, enseñar en valores a sus hijos, ayudarlos a salir adelante, todo porque esos dos muchachos solo querían dedicarse a la poesía.
- La poesía no es un trabajo y, si algún día llegase a serlo, sería un trabajo de mujeres. Los hombres de verdad no escriben poesía, eso déjenselo a esas que sí saben llorar por todo, solo Sodi sabe las desgracias que pueden caer sobre ustedes si se hiciesen poetas- Jesús recordaba al pie de la letra esas palabras de su padre aquel cumpleaños en que su madre le regaló su primer libro de poesía, en cuya cubierta se leía “Puertas a lo desconocido”, su primer cuaderno y su primera pluma. Lo primero que Jesús escribió en ese cuaderno fue ‘Nocturno’ de José Asunción Silva. Con cuanto gozo escribió ese día: “Una noche, una noche toda llena de perfumes, de murmullos y de música de alas (...)”
Una vez quiso narrar cómo se sentía parpadear treinta veces seguidas, la única respuesta que obtuvo de su padre fue una cara de desaprobación y lástima; en cambio, su madre le preparó compresas de agua de manzanilla para esos ojos que seguramente habrían quedando agotados después de treinta parpadeos seguidos.
Santiago entendía a la perfección por lo que había tenido que pasar Jesús; su padre estaba siempre pendiente de las cuentas de sus clientes y nunca tuvo un tiempo para escuchar ni un solo verso de esos que con tanto esfuerzo y pasión acababa Santiago cada noche. Una vez escribió un cuento sobre una batalla entre las palabras y las cuadrículas, para él ese cuento fue una de sus mejores creaciones. Pero cuando quiso hablarle a su padre de cómo le dio una personalidad a cada vocal o de cómo utilizó a Solferino, aquella tierra italiana escenario de guerra, como un personaje solo obtuvo una respuesta por parte su padre.
- ¿Solferino? Me alegra que te estés dedicando a aprender un poco de historia, así tal vez te des cuenta que eso de ser poeta no te llevará a ningún lugar. ¡Qué Sodi me ampare!
Santiago y Jesús recorrían las calles de Bogotá con su maletín negro, su parlante y su más preciado tesoro guardado en un compartimiento del maletín. En él llevaban rollos de palabras con olor a quemado y color a tierra. Cualquiera que los escuchara hablar sobre esos rollos entendía lo importante que eran para ellos, pero nadie sabía qué contenían o por qué. Los guardaban celosamente hasta cuando encontraran a la persona indicada. Y así iban estos dos poetas errantes por las calles de Bogotá con una misión, encontrarla a ella, la merecedora de aquellos rollos de palabras con olor a quemado y color a tierra.
Un día en el cual el sol brillaba como todos los días, en el cual la brisa iba en la misma dirección que todos los días, un día como cualquier otro día en el cual era muy poco probable que algo sucediera fuera de lo rutinario, llegaron a una avenida con muy pocos transeúntes en ella; sin embargo decidieron parar a intentar encontrar a aquel ser humano merecedor de sus rollos de palabras. Un poco de agua antes de comenzar, la gabardina bien puesta, los cordones bien sujetos, cada crespo en su lugar, el bigote, la bufanda, el parlante, el maletín en donde no lo pudieran perder de vista, la chaqueta café y la poesía. A la larga lo fundamental era la poesía, así que pudieron haber iniciado sin lo demás, pero a veces hay que darse algunos lujos en el oficio.
- Buenas tardes seres humanos - gritó Jesús con voz de locutor de radio o programa de televisión.
- Somos nada más que dos cúmulos de barro que palpitan - acabó por posicionar su mano en su pecho con la convencida intención de sacarse el corazón por si alguien no les creía, pero como ninguna cara fue de duda el rojo corazón pudo quedarse en su lugar durante toda la función.
- Venimos a deleitarlos con un poco de poesía, nuestra propia y personalizada tertulia poética - estás dos últimas palabras las dijo Santiago con una imitación un poco barata de acento francés, se parecía más al acento propio de un borracho.
- Has hablado como un borrachín- pensó Santiago
- O mejoró mi acento o me tocará ir a buscar unas botellas, porque sino ni el acento de borracho me van a creer.
Los gritos de Jesús, continuando con lo practicado, dispersaron los pensamientos de Santiago.
- El día de hoy tenemos una función especialmente preparada para ustedes señoras y señores, niños y niñas, seres humanos y queridas mascotas - gritó Jesús.
Después de cuarenta y cinco minutos seguidos de declamación, con la garganta seca de tanta poesía, con los ojos apenas abiertos por la brisa que corría, con los pies cansados de estar parados durante toda su declamación, pero con el corazón satisfecho, saciado después de ese banquete literario que más que ser para los demás, era alimento para ellos, un señor se asomó por la reja de un edificio.
- ¡Joven! - llamó el señor.
Santiago corrió mientras Jesús se quedaba para recoger sus escasas pertenencias.
- A mi hija le ha encantado su presentación - dijo el señor mientras le pasaba un billete de diez mil pesos a Santiago.
Santiago se sintió el hombre más rico del mundo, y no fue por los diez mil pesos, diez mil pesos los tenía cualquier persona, pero la satisfacción de saber que su poesía fue escuchada con aprecio, que su poesía había impactado y había llegado a una persona era algo incomparable. Ningún billete podía reemplazar aquel sentimiento.
Entonces lo supo; lo supo como si siempre lo hubiese sabido pero hasta ahora se acordara.
- No se vaya señor, necesito darle algo - alcanzó a decir Santiago antes de que el señor se apartara de la reja.
Jesús vio a Santiago correr de regreso al maletín.
- Jesús - dijo Santiago
- ¡La encontré! ¡Encontré a la chica! Estoy seguro que es ella.
Cuando Jesús vio el brillo en los ojos de Santiago, supo a qué se refería. Habían encontrado a la chica de la cual tanto habían leído y tanto habían buscado. La única dueña de los rollos de palabras con olor a quemado y color a tierra.
- Tome señor, por favor entréguele esto a su hija y dígale que la habíamos estado buscando todos estos meses y que encontrarla nos ha hecho el día. - dijo Santiago mientras le entregaba los rollos de palabras al señor que no hacía más que mirar con cara de confundido al muchacho.
Sodi sabía que esto debía suceder así, por eso la confusión de aquel señor no le impidió entregarle los rollos de palabras a su hija.
- ¡Jesús! ¡Lo logramos! ¡La encontramos! ¡La encontramos Jesús! Es ella la chica de la cual habla el libro.
Jesús y Santiago buscaron en el maletín negro su libro, su mapa, la guía que los había hecho poetas errantes. Sacaron el libro grueso y polvoriento, envuelto en un trapo de seda color café. En el libro, con pasta dura y bordes desgastados, se leía “Puertas a lo desconocido”. Abrieron las primeras páginas y leyeron: “Solo veía blanco. La habitación estaba vacía y no escuchaba nada, examiné el cuarto y solo vi puertas. Eran tres.”
- ¡No, ahí no es! - dijo Jesús mientras le quitaba el libro a Santiago de las manos, y pasaba las páginas con rapidez pero con cuidado hasta llegar al lugar.
- ¡Aquí! - dijo, y comenzó a leer. - “He llegado al lugar donde los escritores cuelgan sus plumas. Dejo aquí este libro para que el que llegue a él emprenda el arduo pero hermoso camino de regresármelo, caminando por donde yo caminé. Siguiendo mis huellas. Pido que me regresen palabras, palabras con corazón, palabras que aún palpiten, palabras para inmortalizar. Aquel que me regrese estas palabras, le prometo, escribiré sobre él. Escribiré sobre él y sobre su viaje, porque aquel que me regrese mis palabras, será aquel cúmulo de barro que palpita digno de ser personaje de mi pluma.
- ¿Te imaginas Santiago que ella hiciese una historia sobre nosotros? - dijo Jesús con la voz ya perdida en sus sueños.
- Solo Sodi sabe cuánto deseo que eso suceda - contestó Santiago cerrando el libro.
El señor subió a su apartamento. Cuando llegó a donde su hija le entregó los rollos de palabras quemadas y con olor a tierra que le habían entregado Jesús y Santiago. Ella los recibió con brillo en sus ojos.
- ¡No puede ser papá! ¡Es justo lo que necesitaba! - gritó con emoción.
La niña corrió a buscar su lápiz favorito, su cuaderno de tela verde, se tiró al sofá con la sonrisa más grande que se haya podido ver jamás y comenzó a escribir. Desde la ventana se podía ver aún a Jesús y a Santiago guardando el libro, recogiendo el maletín, y como estaban tan dichosos de haber encontrado a la dueña de sus rollos de palabras con olor a quemado, decidieron despedirse de su público con una última declamación.
- Antes de irnos, acabaremos con un poema de Rafael Pombo titulado ‘El niño y la mariposa’... “Mariposa, vagarosa rica en tinte y en donaire. ¿Qué haces tú de rosa en rosa? ¿De qué vives en el aire?”
Mientras Jesús y Santiago concluían declamando su alegría en poemas, la pequeña niña escribía feliz de haber encontrado las palabras que tanto había buscado para su próximo cuento. Decía algo así: “Está es la breve historia de dos poetas errantes, acompañados únicamente por un maletín negro charol, brillado con la cautela de una madre que confía, pero en cuyo brillo se alcanza a ver el reflejo de un padre decepcionado ante su hijo poeta.”
Cuando acabó no hizo más sino sacarle punta a su lápiz, soltó una risita y pensó <<Todos somos escritores y personajes. Enormes gracias a ti que me estas leyendo>> Cerró su cuaderno y se fue a su habitación volando con sus alas de alegría.
- “Ella, ansiosa vuela y posa en su palma sonrosada, y allí mismo, ya saciada, y de gozo temblorosa, escribió la mariposa”
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—Prólogo -escribí en mi libreta con la mano decidida y mi lapicero hizo el resto del trabajo por sí mismo. En la página aparecieron las siguientes palabras como magia:
El
otro día lo vi pasar apresurado, cargaba gigantes sacos negros llenos de
artefactos desconocidos. El otro día volteó la esquina y lo vi empujando su
carruaje, el mismo que velozmente lo llevaba de planeta en planeta. Una tarde
lo vi con su traje espacial, sus botas llenas de magia, sus tantas herramientas
de guerra. Este caminante de azul atuendo era la única persona fuera de su
hogar; lo veía mientras me retorcía encerrada entre la ventana, mi pluma y la
pared.
El
primer día de Julio las cosas no habían cambiado, seguíamos encerrados. El
caminante de azul atuendo pasaba por cada planeta recogiendo los artefactos de
memorias pasadas, cosas que ningún otro ser -ni humano, ni animal, ni
extraterrestre- podía apreciar. Sólo él pasaba entre los hogares luchando
contra el viento de días pesados, tormentas o soles resplandecientes que queman
hasta las ideas.
Lo
vi pasar por primera vez y me cautivo la seguridad de su caminar, la danza de
sus pies sobre la acera, la canción que tarareaba, la luz en sus ojos detrás de
las enormes gafas de seguridad, la sonrisa que ni su mascarilla podía esconder.
Me recordó a aquel hidalgo del que Cervantes había escrito; este caballero que
tantas historias guardaba entre los pliegues de sus arrugas era como los héroes
de las películas, el viajero de Wells, el astronauta que tan bien habían puesto
en escena los científicos de la NASA.
Tomé
mi lapicero y mi libreta y comencé a retratar sus hazañas, aquellas que yo sólo
divisaba a través de mi ventana.
—Muy
bien, ahora el primer capítulo -dije en voz alta preparándome para lo que
venía.
***
—He
visto muchos como tú y no me asustan, mi fiero compañero felino te acabaría de
un solo mordisco, ¿entiendes bestia babosa? -dijo el caminante de azul atuendo
mientras con su larga espada amenazaba a la terrible serpiente de veinte
centímetros.
Días
como este parecían ya rutina cuando las lluvias de Julio azotaban el conjunto
de planetas dentro de la cerca de protección que estaba a su cargo. El
caminante de azul atuendo no se dejaba vencer por las bestias de horribles
escamas, las atrincheraba en su gran tenedor y continuaba con su camino. Aún
así, no ignoraba el excelente trabajo de Motas; su compañero felino le reducía el
esfuerzo de la tarea de matar a tan tremendas bestias escurridizas tragándolas
antes de que se cruzaran en su camino.
—Vámonos
Motas -dijo al leal felino de cabellos amarillos mientras le ofrecía el cadáver
de su víctima sin patas.
Al
voltear la vista hacia el planeta de ladrillos más cercano alcanzó a divisar
por entre las cortinas a Margarita, la hermosa Margarita del planeta 77. Una
belleza de cabellos despeinados que siempre andaba por el primer piso en su muy
elegante pijama de unicornios. El caminante de azul atuendo la observaba cada
día al pasar por ese tramo; la veía lavando su tan fina vajilla de plástico,
sirviéndose burbujeantes bebidas cada tanto, dejando comida para su compañero
de cuatro patas, defendiendo su honor ante invisibles arrogantes que parecían
pelearle a través del teléfono, y barriendo con una dulzura en sus pasos como
de quien danza un vals. Aquel corazón detrás del acorazado atuendo azul del
caminante palpitaba con tal fuerza cada vez que la veía que parecía que fuera a
estallar; pero había trabajo que hacer, siempre había más aventuras esperándolo
en la siguiente esquina.
—¡Vaya!
Mira esto Motas, un artefacto de esta brillantez, de esta magnitud. ¡Dios!
Necesito llevarlo a casa -dijo el caminante azul mientras sostenía en sus
guantes a juego un artefacto desechado por algún extraño que no sabía
apreciarlo; las familias que habitaban los planetas dentro de su zona solían
desechar cosas sumamente interesantes.
Este
artefacto era un fragmento de árbol con palabras grabadas, un empastado
compendio de oraciones; este artefacto era en pocas palabras lo que para ti y
para mí es un libro. Los artefactos desechados que mostraban ser más
interesantes se dirigían siempre a la bolsa colgada en el brazo derecho del caminante,
cosas que terminaban en un estante en su hogar exhibiéndose como en un museo.
***
Al
escribir estos párrafos en mí libreta mientras veía por mi ventana, me percaté
de lo que sucedía con mi tan apreciado personaje fuera de la llamativa ficción
de mis páginas. Yo conocía ese libro que ahora reposaba en sus manos mientras
se recostaba en su carro frente a mi casa. Salí corriendo sin reparar en
cambiar mis medias de dormir por unos zapatos y olvidando totalmente mi
mascarilla.
—¡Espere,
espere! ¡No se lo lleve por favor! -le grite apresurada al caminante que, con
estos ojos que hace tanto no salían de su habitación, se veía pálido y borroso.
El
libro que estaba a punto de llevarse no debería haber llegado allí, o al menos
creí que había sido un error.
—Disculpe,
ese libro no es un artefacto que pueda llevarse señor, lamento interrumpir su trabajo,
pero ese libro es mío y nunca debió llegar aquí -dije tomando con una
brusquedad que no reconocía en mí misma.
De
cerca el caminante ya no era tan heroico, su azul atuendo era más bien pálido y
un poco sucio; su fiero compañero era pequeño, más parecido a un gato callejero
que a un león; su carruaje era en realidad el carrito de la basura; su espada
era un recogedor, y los artefactos en las bolsas eran la basura de las casas de
mi barrio. Había pasado tanto tiempo escribiendo sobre aventuras imaginarias de
la única persona que pasaba por la calle estos días que había fácilmente
olvidado su verdadera identidad de recolector de basura. ¡Que gran escritora! Tan
bien parecía haber hecho mi trabajo que me lo había creído hasta yo misma.
Caminé
lentamente de vuelta a mi casa sin percatarme de cómo se alejaba el recolector
con su rostro sorprendido y asustado por mi falta de precaución al salir de mi
casa sin mascarilla; estos días cualquiera puede salir sin zapatos o sin
pantalones y las personas no lo notan, pero sal sin mascarilla y seguro serás
el centro de atención. Había dado por hecho que el libro que tenía en mis manos
había viajado por alguna burla del destino desde mi estantería a la bolsa de la
basura, aún así no me había preocupado en verificarlo aún cuando lo entraba a
la casa, lo limpiaba y tomaba asiento en el primer piso agitada de la carrera
que había pegado. Fue allí cuando volteé la mirada a la portada del libro y
leí:
Crónicas
Circulares
—Este
libro no es mío, pero… -dije en voz alta para mí misma.
No
creía lo que estaba ante mí. Ese título era el que había decidido utilizar para
mi proyecto de cuarentena: las historias de un hidalgo que vagaba sólo en las
calles, pasando de planeta en planeta, recogiendo artefactos; un proyecto
inspirado en el hombre que recolecta la basura en mi barrio.
—Sería
una casualidad -pensé; pero luego lo descubrí.
Abrí
la primera página del libro y leí en voz alta sin creer lo que mis ojos veían:
Prólogo
El
otro día lo vi pasar apresurado, cargaba gigantes sacos negros llenos de
artefactos desconocidos. El otro día volteó la esquina y lo vi empujando su
carruaje, el mismo que velozmente lo llevaba de planeta en planeta. Una tarde
lo vi con su traje espacial, sus botas llenas de magia, sus tantos artefactos
de guerra. Era el hidalgo solitario que caminaba por las carreteras, recogiendo
artefactos y viviendo aventuras entre líneas de una escritora encerrada en su
libreta.
—¡Diablos!
-dije algo molesta- ¡Me ganaron la idea!