De cómo amarrar una cuerda


 Episodio del 21 de mayo de 2021

Palabras por Julie Catherine Guardo Quintero

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Siempre había creído que los suicidas amarraban sus propias cuerdas; hasta ayer, cuando conseguí mi nuevo empleo. 

- Bienvenido a “La sociedad” Mesme. Estamos muy contentos que te hayas unido a esta gran causa - dijo el capitán Montagut.

Asentí con la cabeza mostrándome firme y listo para mi primer día en la oficina. 

- Espero no tener que recordarles a todos que aquí en “La sociedad” seguimos las reglas y nos comportamos a la altura de la prestigiosa empresa que somos. El año pasado el 90% de las personas que se suicidaron nos escogieron a nosotros, confiaron en nosotros para amarrar sus sogas. Es toda una responsabilidad. 


Mientras el capitán Monatgut hablaba yo observaba la oficina. Había entrado por un edificio verde y subido hasta el décimo piso para llegar a las oficinas centrales de “La Sociedad”. Esta tenía dos dependecias. La primera, en donde nos encontrábamos, era un cuarto estrecho con diez cubículos y una oficina de vidrio al fondo a la derecha. 


Los diez cubículos eran para mis compañeros y para mí. Eran pequeños escritorios de madera, con sus respectivas sillas detrás; y en la mesa se podían observar cofres, también de madera, con -asumí- sogas de todo tipo: delgadas, gruesas, de colores, suaves, ásperas, con brillo, mate, o incluso con aromas. “La Sociedad” era conocida por pensar en todo lo que el cliente pudiera necesitar a la hora de su suicidio. Recientemente crearon un programa de asesoría en el que te ayudaban a diseñar tu propio escenario, el servicio incluía planeación estratégica del lugar, comunicación asertiva de la decisión, asesoría de imagen, y, por unos pesos más, podías incluso adquirir fotógrafo privado. El nuevo programa se vendía como pan caliente, solo que a la gente le sabía incluso mejor. 


La oficina de vidrio es, cómo adivinarán, del capitán Montagut. Le gustaba poder vigilar a sus trabajadores a través de sus paredes de vidrio. Algunas veces incluso las usaba como tablero para hacerse entender mejor en algunos pedidos que demandaban más atención y cuidado. 


La oficina era estrecha, mucha gente en un espacio pequeño, pero con eso me conformaba. 


Justo al salir de mi oficina estaba la oficina de Joaquín. Un chico bajito y delgado, de esos con los que la brisa juega voleibol, con bigote de Dalí, mirada falsa como de emoji, cabello de pasta larga y uñas como de ajonjolí. Eso sí, su aspecto físico lo  recompensaba con su alargada, educada, y líquida letra con la que escribía. Semanas después me enteraría que era él el encargado de apuntar en un tablero al ganador diario del juego del pudín. 


Quien creyera que por ser una compañía de apoyo a suicidas no sabían divertirse mis compañeros, mejor que le caiga un coco. En “La sociedad” sí sabían cómo pasar el rato. Lulo, una chica alta enamorada de los tacones transparentes, así dejarán ver sus juanetes y venas inflamadas, con cabello como hojas de zanahoria y labios anémicos del color del lulo, se inventó un juego al que le llamaban “Licuado”. El juego consistía en hacer un círculo entre nosotros y mirarnos fijamente callados, el primero que hiciera un sonido lo más parecido al de una licuadora funcionando ganaba. Todos amaban jugar, y más si había ruido alrededor, porque dificultaba el hecho de escucharnos y generaba tensión sobre quién había, y quién no, imitado el ruido de la licuadora. Yo, la verdad nunca pude ganar ni una sola ronda. 


El mejor juego de todos, para mí, era el de Joaquín. Hasta el Capitan Montagut jugaba con nosotros. Lo llamaron “El juego del pudín”. Cada noche Joaquín colocaba un pudín y lo ocultaba en la nevera, a la hora del almuerzo todos salíamos corriendo de la oficina, como los niños cuando comienza el receso, para poder ser los primeros en llegar a la nevera y tener mayor probabilidad de encontrar el pudín y ganar. El capitán Montagut, Lulo y Joaquín eran los únicos que habían ganado. Creo que al día siguiente Lulo apareció con un chupones por todo el cuerpo, parecían pequeñas pinceladas, de esas que solo labios y dientes pueden hacer, y Joaquín recibió un aumento que incluyó una invitación del capitán a cenar pastas con ajonjolí en un famoso restaurante. O fue una coincidencia, o ese pudín también da suerte. 


Además de nuestros momentos de diversión y almuerzo, también trabajábamos. Un día de trabajo consistía en sacar de los cajones que teníamos en nuestras oficinas cien cajas de hilos, agruparlas por grupos de a dos. Cada grupo enroscarlos como el cabello crespo, y cuando se teníamos cuatro grupos enroscados había que trenzar. Una vez la trenza de cuatro cabos estaba lista debíamos probar si resistía. En el patio trasero estaban las gallinas de prueba. Las llamabas, les amarrabas las sogas al cuello y dejabas que corrieran, si la cuerda se rompía tocaba desechar los cien hilos e ir a la bodega por un nuevo lote. Si no, podías proseguir con el siguiente paso. Seguía entonces decorar las sogas, esta sinceramente era mi parte favorita. Cuando las personas hacían su pedido te contaban cuál era el motivo de su suicidio para que nosotros agregáramos una nota, que como ya imaginarán escribía Joaquín, con la causa de su suicidio para conocimiento de sus familiares y amigos. La mayoría de notas que leí mostraban que la gente estaba cansada de caminar sin rumbo, cansadas de no saber qué hacer, o incluso cómo, con su vida y con el mundo que los rodeaba. Una vez la soga estaba lista, resistía y lucía decente, mis compañeros y yo las empacábamos y las enviábamos a las casas de nuestros clientes. El tiempo le había enseñado a la empresa que debía firmar como “La sociedad: empresa de envíos”, para que nadie se enterara de los planes de nuestros clientes, su seguridad y la de sus datos privados y personales eran una promesa de valor de “La sociedad”. Después solo había que esperar hasta ver al cliente en las noticias, todos tomábamos champagne de palmera cuando veíamos un trabajo bien hecho. Y así, pasaron mis primeras semanas en el trabajo. Por semana estábamos recibiendo entre 7 y 8 pedidos. Trabajábamos a buen ritmo y entregábamos a tiempo. Nuestros clientes eran felices, bueno, eso creemos nos dirían si pudieran. 


Un día llegó un pedido extraño. El cliente no quiso decir quién era, no nos dio nombre, ni dirección, ni documento, solo un número telefónico al cual llamar. El pedido tampoco se reservaba lo extraño. Nos estaban pidiendo diez sogas iguales con diez notas iguales que querían que dijeran: “Manos cansadas”. Era la razón de suicidio más curiosa que había visto hasta ahora. Había visto varios “rompí con mi novio”, o “mi mamá no me quiere”, incluso “se acabaron las gomitas rojas del paquete”, pero nunca “manos cansadas”. Me pregunté si no sería más sencillo cortarse las manos y ya, pero en el negocio es de mala educación proponerle otra alternativa al suicida además de la muerte, así que me reservé mi pensamiento. Además, el costo ya había sido transferido, y mientras los clientes pagaran, la regla decía que no se les podía reclamar nada. 


Nos pusimos manos a la obra, el cliente fantasma nos dijo que cuando acabáramos con el pedido el nos diría la dirección de envío, así que mientras enrollaba hilos, veía correr a las gallinas y decoraba sogas no podía dejar de sentir una gran curiosidad por este pedido tan extraño. Mientras Joaquín escribía las notas, también hablamos y compartimos nuestras dudas y conjeturas sobre las diez misteriosas sogas. Debo admitir que ese día la letra de Joaquín no me pareció particularmente bonita como acostumbraba a ser. Sin embargo, no quise decirle nada por temor a que continuara escribiendo sobre mi rostro o me hiciera cosquillas con su bigote.


Llegó el día en el que terminamos el pedido, lo empacamos y lo guardamos en la mesa de despacho de la bodega. Llamamos al cliente misterioso y no nos contestó. Tratamos por tres días enteros y no logramos obtener respuesta. Todos teníamos la esperanza de que contestara, así que dejamos la caja con las diez sogas en la mesa todo el tiempo. 


El cuarto día después de terminado el pedido llegue a la oficina un poco más temprano que los demás. Llegué y todas estaban vacías. Me senté en mi mesa a revisar los pedidos de hoy, escuché unas canciones y revisé algunas facturas por pagar de la casa. Estaba tan concentrado en el computador que pasaron las horas y cuando volví a subir la vista me di cuenta que todos mis compañeros ya habían abandonado sus puestos para ir a almorzar. 


¡Rayos!, pensé. Era imposible que tuviera oportunidad de ganar el juego del pudín. Sin embargo, tenía que intentarlo, así que me paré de mi escritorio más rápido de lo que tarda alguien en enamorarse, corrí a la puerta del comedor, la empujé con mis brazos de esperanza; vi a mis compañeros y al capitán Montagut de reojo mientras casi me tropiezo con una butaca en el camino hacia una posible victoria del pudín. 


Abrí la puerta del refrigerador.

Mis ojos brillaron al ver el vivo color del pudín.

Lo tomé. Estaba frío, muy frío, como si llevara semanas de no haber sido encontrado. 

Volteé la mirada a restregarle a mis compañeros mi victoria. 

Pero no estaba preparado. El brillo de mis ojos se rompió al ver el muerto color de sus rostros. 

Estaban fríos, más fríos que si llevaran semanas de haber estado en u

n refrigerador.

Las diez sogas que habíamos terminado hace tres días colgaban del techo. 

Diez sogas, nueve compañeros y un capitán.

Diez notas en las que se leía, con la esta vez no tan hermosa letra de Joaquín: “manos cansadas”. 


*


Llegué el día siguiente a recoger mis cosas de la oficina, y aún sonaba en mi mente la sirena de la ambulancia, con ese sonido a cabra moribunda, los frenos de los carros de policía, como porcelana rompiéndose, los radios gritando y gritando, el piso lavado y salado como lágrima, las voces de tortugas de mis compañeros colgados y lo mal que había sabido el pudín que alcancé a coger ayer. Una mezcla de carbón, sudor, pepinillos y muerte que ni el enjuage bucal ni las diez cepilladas pueden quitar. 


Salí de mi oficina con mis cosas en los brazos y me topé, justo en frente de mí, como si alguien me lo hubiese preparado, como si alguien se quisiese vengar, como si de alguna manera tuviera huellas delante mío que complotaron para que lo viera, el tablero en el que Joaquín anotaba al ganador del pudín un mensaje que decía: “todos ganamos, menos Mesme”.


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Palabras por Daniela Alejandra Galeano Camacho


Nudos de estómago

 

Ella llegó primero, media hora antes de lo acordado. Llegó vistiendo sus prendas favoritas del closet, con un maquillaje suave pero cautivador que resaltaba sus labios; portaba hoy esos labios ansiosos por apresurar el tiempo para llegar a ser usados con pasión. Sonreía cómo nunca, o más bien como siempre, siempre que estaba a punto de encontrarlo.

Él era encantador, pero algo problemático, cautivador pero escurridizo, ella lo veía en cada esquina y en cada tienda, y como mesero en el restaurante, como ingeniero, como mago, abogado e incluso florista. Sería él el único que lograría desatar los cabos.

Él llegó tarde, media hora después de lo acordado. Llegó desarreglado, con los ojos rojos e hinchados, con los bolsillos llenos de cigarrillos y faltos de billetes. Su expresión iba más allá de los vacíos en sus ojos, estaba herido como nunca había estado antes. Ella reconoció su gesto y sintió como los bordes de la soga en su estómago se acercaban de nuevo, como nunca, como siempre.

-Tenemos que hablar -dijo él sin más, sin siquiera voltear a mirar los labios listos para atacar. Se alejó de ella al percibir su calor.

Los bordes de la soga se cruzaron y se enlazaron, el comienzo de una atadura.

-No pude hacerlo, no puedo hacerlo más, debemos dejarlo hasta aquí.

El lazo se hizo fuerte con un cruce más.

-No puedo ni mirarte a la cara -dijo finalmente y emprendió camino mientras prendía su octavo cigarrillo del día.

La cuerda se apretó sin piedad, ambos extremos estaban tirantes.

Ella no soltó lágrimas, aunque la soga ahorcara. Sacó de su bolsillo su lista de nombres y tachó el de Nicolás, el vendedor de la cigarrería de atrás, el chico que le acababa de terminar. La soga terminó de amarrarse una vez más, otro nudo que subió a su corazón. Al menos quedaban otros treinta hombres más en aquella pequeña ciudad con los cuales podría intentar.